Vivimos en una sociedad en la que se debe poner a tela de juicio la confianza en cualquier
tipo de canal mediático. Por poner un ejemplo, el cine vive una de las más dolorosas
puñaladas por parte de sus espectadores maños, ya que, debido a la falta de interés y de
aforo, van a echar la llave las últimas salas (las de los Cines Palafox, como ya ocurrió en
Madrid) en la capital de provincia. Tampoco la prensa se libra de esta falta a su honor como
medio de la verdad a causa de la excesiva rapidez con la que se transmite información
siendo esta, en más ocasiones de las que cualquiera estuviera dispuesto a admitir,
absolutamente falsa. Es el cáncer de las denominadas “fake news” el que hace que
acontecimientos falsos, como el anteriormente mencionado de los cines en Zaragoza
(respiren, cinéfilas y cinéfilos), se propaguen sin ningún tipo de filtro.
Antes mencionaba que la falsedad y la mentira en el periodismo están asociados a la
velocidad con la que se transmiten los acontecimientos y con la que ocurren estos. Así
escrito, pudiera parecer que no remito a tiempos más remotos, ni tan siquiera al siglo XX. Lo
cierto es que la falta de velocidad no implica una ausencia total de este problema. Marc
Amorós explica este fenómeno con el suceso que, al menos para los estadounidenses, llevó
a una de las primeras guerras frías contemporáneas: la explosión del acorazado U.S. Maine
a manos de los españoles. Una gran parte de los ciudadanos de los Estados leyó eso y,
debido a su poder como medio imperante de comunicación, se lo creyó. Y ahí está el
verdadero quiz de la cuestión: como en todas las culturas y todas las religiones, la fe se
profesa a quien tiene poder, sea este último un mentiroso o no. Hearst era uno de los
hombres más poderosos de EE.UU. para principios del siglo pasado. Y, aún más lejos, hace
prácticamente un milenio, en España hemos tenido al rey Fernando I “el Magno”, o así es
como le ha tratado la historia o, mejor dicho, los historiadores.
La desinformación ha existido desde el primer instante en que alguien trató de dar
testimonio de un suceso y siempre ha estado bajo la influencia del poder y, más
concretamente, de los intereses de este. Desde las cuevas prehistóricas, en las cuales se
pintaban relatos de caza que podían ser más o menos verídicos (cierto que su intención no
era únicamente la testificación y que también estaba la parte ritual, pero siguen privándonos
de la verdad “verdadera”) hasta la actualidad, pasando por el monarca anteriormente
mencionado, la ideología del más poderoso ha llevado la voz cantante de los
acontecimientos. No solo eso, sino que por su propia condición jamás se le ha cuestionado.
De esta manera se empezó normalizar la desinformación, o más bien la falta de interés ante
esta, dando lugar a las historias y noticias que conocemos, dejándonos llevar por lo que nos
contaba el juglar, el sacerdote o el cronista. Y así hasta nuestros días, en la sociedad de la
inmediatez.
El verdadero problema de la desinformación, por tanto, no está en las noticias falsas o
ideológicamente sesgadas (que por supuesto también) sino en el poco esfuerzo por parte
de los lectores de las mismas por combatirlas. En esta preferencia por el ahora y el aquí,
como diría Walter Benjamin, la persona que lee un titular no desea contrastarlo de ninguna
manera, solo quiere pasar al siguiente. También se diga, en el caso de que fuéramos a la
raíz del asunto, si no se escribieran titulares tendenciosos y falsos nadie leería dichas
mentiras. Si todos hicieran como se supone que hace el Wall Street Journal de confirmar
sus noticias por tres fuentes directas distintas, nadie se sentiría ni sería engañado (aunque,
sinceramente, dudo de que se haga en el susodicho). Pero, a pesar de todo, no se tiene esa
costumbre, con el problema de que nadie se siente de ninguna manera más que informado
erróneamente (que no se me confunda, no todas las noticias son falsas, aunque sí que
muchas de ellas obedecen a un interés ideológico, el cual también menciona Amorós,
siguiendo siendo un tipo de desinformación). No obstante, el concepto de “fake news” jamás
ha tenido la consistencia que tiene ahora, en la era del smartphone y de Twitter. Solo hay
un motivo por el que se han ganado ese nombre: que la gente las empieza a reconocer
como tal.
Se suele decir que si el asesinato de Kennedy hubiera ocurrido en los tiempos que corren,
probablemente se hubiera subido una foto del asesino a Instagram en el momento, incluso
que se hubiera delatado el autor de alguna manera por alguna conversación de WhatsApp.
El hecho es que el crimen se habría resuelto antes gracias a la acción ciudadana. Y es ese
el factor circunstancial que diferencia los tiempos que corren de los que corrían hace treinta
o cuarenta años: las redes sociales y la facilidad en la comunicación ha hecho que no solo
la falsa, sino toda la información circule a velocidades vertiginosas. Desde que se han
empezado a descubrir y a denunciar los bulos, se observa la magnitud y la excesiva
cantidad de los mismos. Y es que, siguiendo con el asunto del poder, internet y las redes
sociales han otorgado a sus usuarios una relevancia decisiva. Las grandes autoridades han
empezado a comunicarse a través de estas para evitar que su mensaje se tergiverse (y a su
vez dando lugar a contradicciones en sus declaraciones en otros medios). La diversidad de
ideologías y la facilidad para contrastar nos ha dado ese poder que jamás tuvo el lector de
las hazañas de ningún rey.
En conclusión, vivimos en tiempos de desinformación y por ello somos afortunados, ya que
somos los primeros en reconocerla. Una sociedad escéptica es una sociedad consciente,
humana, que, como dijo Descartes, duda y existe. En este caso, dudando y con una simple
búsqueda de los cines en Zaragoza en cualquier aplicación de mapas del teléfono, tenemos
las siete respuestas que demuestran lo contrario.